Un Cuento Místico Examina las
Probaciones de la Caminata Espiritual
Jorge Luis Borges
La rosa y la cruz, la bendición y el
sufrimiento, son dos aspectos del aprendizaje esotérico
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Nota Editorial:
Hay un misterio en torno de las vidas y obras
de Paracelso y H. P. Blavatsky. Las semejanzas
entre los dos son muchas. Con personalidades
fuertes e impulsivas, ambos enseñaron verdades
para las que el mundo no estaba preparado, y les
llamaron charlatanes. Pagaron de buen grado el
precio por romper la rutina de la ignorancia organizada.
El siguiente cuento aborda el coraje de decir no al juego
de las apariencias, y de ese modo preservar la sinceridad
con uno mismo. La narración de J. L. Borges – repleta de
simbolismos – también aborda con claridad el antiguo axioma
de la filosofía esotérica según el cual “el discípulo no impone
condiciones al maestro: él puede aceptar o no las condiciones
pedagógicas establecidas por el instructor”. Teniendo como
telón de fondo la búsqueda alquímica de la Piedra Filosofal,
el cuento examina la confianza, la intuición, la independencia
y la ética necesarias para que un aprendiz pueda obtener
realmente la sabiduría. El sabio no tiene la obligación de
usar fuegos artificiales para convencer al alumno de algo.
Hemos añadido notas explicativas.
(Carlos Cardoso Aveline)
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De Quincey: Writings, XIII, 345
En su taller, que abarcaba las dos habitaciones del sótano, Paracelso pidió a su Dios, a su indeterminado Dios, a cualquier Dios, que le enviara un discípulo. Atardecía. El escaso fuego de la chimenea arrojaba sombras irregulares. Levantarse para encender la lámpara de hierro era demasiado trabajo. Paracelso, distraído por la fatiga, olvidó su plegaria. La noche había borrado los polvorientos alambiques y el atanor [1] cuando golpearon la puerta. El hombre, soñoliento, se levantó, ascendió la breve escalera de caracol [2] y abrió una de las hojas. Entró un desconocido. También estaba muy cansado. Paracelso le indicó un banco; el otro se sentó y esperó. Durante un tiempo no cambiaron una palabra.
El maestro fue el primero que habló.
– Recuerdo caras del Occidente y caras del Oriente – dijo con cierta pompa –. No recuerdo la tuya. ¿Quién eres y qué deseas de mí?
– Mi nombre es lo de menos – replicó el otro –. Tres días y tres noches he caminado para entrar en tu casa. Quiero ser tu discípulo. Te traigo todos mis haberes.
Sacó un talego y lo volcó sobre la mesa. Las monedas eran muchas y de oro. Lo hizo con la mano derecha. Paracelso le había dado la espalda para encender la lámpara. [3] Cuando se dio vuelta advirtió que la mano izquierda sostenía una rosa. La rosa lo inquietó. [4]
Se recostó, juntó la punta de los dedos y dijo:
– Me crees capaz de elaborar la piedra que trueca todos los elementos en oro y me ofreces oro. No es oro lo que busco, y si el oro te importa, no serás nunca mi discípulo.
– El oro no me importa – respondió el otro –. Estas monedas no son más que una prueba de mi voluntad de trabajo. Quiero que me enseñes el Arte. Quiero recorrer a tu lado el camino que conduce a la Piedra.
Paracelso dijo con lentitud:
– El camino es la Piedra. El punto de partida es la Piedra. Si no entiendes estas palabras, no has empezado aún a entender. Cada paso que darás es la meta.
El otro lo miró con recelo. Dijo con voz distinta:
– Pero, ¿hay una meta?
Paracelso se rió.
– Mis detractores, que no son menos numerosos que estúpidos, dicen que no y me llaman un impostor. No les doy la razón, pero no es imposible que sea un iluso. Sé que “hay” un Camino.
Hubo un silencio, y dijo el otro:
– Estoy listo a recorrerlo contigo, aunque debamos caminar muchos años. Déjame cruzar el desierto. Déjame divisar siquiera de lejos la tierra prometida, aunque los astros no me dejen pisarla. Quiero una prueba antes de emprender el camino.
– ¿Cuándo? – dijo con inquietud Paracelso.
– Ahora mismo – dijo con brusca decisión el discípulo.
Habían empezado hablando en latín; ahora, en alemán.
El muchacho elevó en el aire la rosa.
– Es fama – dijo – que puedes quemar una rosa y hacerla resurgir de la ceniza, por obra de tu arte. Déjame ser testigo de ese prodigio. Eso te pido, y te daré después mi vida entera.
– Eres muy crédulo – dijo el maestro –. No he menester de la credulidad; exijo la fe.
El otro insistió.
– Precisamente porque no soy crédulo quiero ver con mis ojos la aniquilación y la resurrección de la rosa.
Paracelso la había tomado, y al hablar jugaba con ella.
– Eres crédulo – dijo –. ¿Dices que soy capaz de destruirla?
– Nadie es incapaz de destruirla – dijo el discípulo.
– Estás equivocado. ¿Crees, por ventura, que algo puede ser devuelto a la nada? ¿Crees que el primer Adán en el Paraíso pudo haber destruido una sola flor o una brizna de hierba?
– No estamos en el Paraíso – dijo tercamente el muchacho –; aquí, bajo la luna, [5] todo es mortal.
Paracelso se había puesto en pie.
– ¿En qué otro sitio estamos? ¿Crees que la divinidad puede crear un sitio que no sea el Paraíso? ¿Crees que la Caída es otra cosa que ignorar que estamos en el Paraíso? [6]
– Una rosa puede quemarse – dijo con desafío el discípulo.
– Aún queda fuego en la chimenea – dijo Paracelso.
– Si arrojaras esta rosa a las brasas, creerías que ha sido consumida y que la ceniza es verdadera. Te digo que la rosa es eterna y que sólo su apariencia puede cambiar. Me bastaría una palabra para que la vieras de nuevo.
– ¿Una palabra? – dijo con extrañeza el discípulo –. El atanor está apagado y están llenos de polvos los alambiques. ¿Qué harías para que resurgiera?
Paracelso le miró con tristeza.
– El atanor está apagado – repitió – y están llenos de polvo los alambiques. En este tramo de mi larga jornada uso de otros instrumentos.
– No me atrevo a preguntar cuáles son – dijo el otro con astucia o con humildad.
– Hablo del que usó la divinidad para crear los cielos y la tierra y el invisible Paraíso en que estamos, y que el pecado original nos oculta. Hablo de la Palabra que nos enseña la ciencia de la Cábala.
El discípulo dijo con frialdad:
– Te pido la merced de mostrarme la desaparición y aparición de la rosa. No me importa que operes con alquitaras o con el Verbo.
Paracelso reflexionó. Al cabo, dijo:
– Si yo lo hiciera, dirías que se trata de una apariencia impuesta por la magia de tus ojos. El prodigio no te daría la fe que buscas. Deja, pues, la rosa.
El joven lo miró, siempre receloso. El maestro alzó la voz y le dijo:
– Además, ¿quién eres tú para entrar en la casa de un maestro y exigirle un prodigio? ¿Qué has hecho para merecer semejante don?
El otro replicó, tembloroso:
– Ya sé que no he hecho nada. Te pido en nombre de los muchos años que estudiaré a tu sombra que me dejes ver la ceniza y después la rosa. No te pediré nada más. Creeré en el testimonio de mis ojos.
Tomó con brusquedad la rosa encarnada que Paracelso había dejado sobre el pupitre y la arrojó a las llamas. El color se perdió y sólo quedó un poco de ceniza. Durante un instante infinito esperó las palabras y el milagro.
Paracelso no se había inmutado. Dijo con curiosa llaneza:
– Todos los médicos y todos los boticarios de Basilea afirman que soy un embaucador. Quizá están en lo cierto. Ahí está la ceniza que fue la rosa y que no lo será.
El muchacho sintió vergüenza. Paracelso era un charlatán o un mero visionario y él, un intruso, había franqueado su puerta y lo obligaba ahora a confesar que sus famosas artes mágicas eran vanas.
Se arrodilló, y le dijo:
– He obrado imperdonablemente. Me ha faltado la fe, que el Señor exigía de los creyentes. Deja que siga viendo la ceniza. Volveré cuando sea más fuerte y seré tu discípulo, y al cabo del Camino veré la rosa.
Hablaba con genuina pasión, pero esa pasión era la piedad que le inspiraba el viejo maestro, tan venerado, tan agredido, tan insigne y por ende tan hueco. ¿Quién era él, Johannes Grisebach, para descubrir con mano sacrílega que detrás de la máscara no había nadie?
Dejarle las monedas de oro sería una limosna. Las retomó al salir. Paracelso lo acompañó hasta el pie de la escalera y le dijo que en esa casa siempre sería bienvenido. Ambos sabían que no volverían a verse.
Paracelso se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de sentarse en el fatigado sillón, volcó el tenue puñado de ceniza en la mano cóncava y dijo una palabra en voz baja. La rosa resurgió.
NOTAS:
[1] Atanor: horno usado por los alquimistas. (CCA)
[2] La escalera de caracol es un símbolo masónico y oculto. Indica el vínculo entre cielo y tierra, o mundo divino y mundo humano. (CCA)
[3] Hay un simbolismo en este pasaje. Al encender la luz, el maestro se da la vuelta en dirección contraria al dinero y a lo que este significa. (CCA)
[4] La rosa y la cruz, la bendición y el sufrimiento, son dos aspectos de la caminata espiritual. En las primeras páginas de “La Voz del Silencio”, de H. P. Blavatsky, se le advierte al discípulo: “… encontrará tu alma las flores de vida, pero debajo de cada flor una serpiente enroscada”. (CCA)
[5] Bajo la luna: en filosofía esotérica, el término “sublunar” se aplica al mundo físico y a la dimensión mortal de la vida. La Luna se relaciona con el yo inferior, el alma mortal. El Sol inspira al yo superior o alma espiritual, y la Tierra contribuye con el cuerpo físico. Al hablar enfáticamente acerca de las condiciones reinantes “aquí, bajo la luna”, el candidato a discípulo indica que permanece en el mundo inferior y aún no es apto para el discipulado. (CCA)
[6] Este corto párrafo sugiere dos ideas centrales en filosofía esotérica, ideas que fueron expuestas en la obra “La Doctrina Secreta”, de Helena Blavatsky: 1) Las divinidades están sujetas a la Ley Universal y deben trabajar de acuerdo con ella; y 2) La “caída del paraíso” – la pérdida de la sabiduría primordial a la que un día tuvo acceso la humanidad – ocurrió en el plano mental y es provisoria. A su debido tiempo, la humanidad reconquistará el estado espiritual primordial. (CCA)
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El texto “La Rosa de Paracelso” ha sido reproducido de la obra “Rosa y Azul”, de Jorge Luis Borges, SEDMAY ediciones, Madrid, España, 1977. El libro no está paginado. Su publicación en los sitios web asociados ocurrió el 12 de octubre de 2020. La traducción de la nota editorial inicial y de las notas finales (desde el portugués) es de Alex Rambla Beltrán y están publicadas originalmente en “A Rosa de Paracelso”.
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