Algunas Raíces Paganas de la
Mayor Celebración Cristiana
 
 
Helena P. Blavatsky
 
 
 
 
 
Estamos acercándonos a la época del año en la que todo el mundo cristiano se prepara para celebrar la más notoria de sus festividades: el nacimiento del fundador de su religión. Cuando este periódico llegue a sus suscriptores occidentales, habrá celebración y regocijo en cada casa. En la Europa noroccidental y en Norteamérica, el acebo y la hiedra decorarán cada hogar, y las iglesias estarán adornadas con árboles de hoja perenne, costumbre derivada de las antiguas prácticas de los druidas paganos “cuyo fin era que los espíritus silvestres pudiesen reunirse en los árboles de hoja perenne y permanecer al abrigo del frío hasta la llegada de una estación más cálida”. En los países católicos romanos, grandes multitudes acuden a las iglesias durante la tarde y noche de la “víspera de Navidad” para saludar a las imágenes de cera del divino Niño y su Virgen madre, en su vestimenta de “Reina de los Cielos”. A una mente analítica, esta exuberancia de rico oro y encaje, satén y terciopelo adornados con perlas, y la cuna enjoyada, le parecen bastante paradójicas. Cuando pensamos en el pobre, carcomido y sucio pesebre de la posada rural judaica en el que, si hemos de creer el Evangelio, el futuro “Redentor” fue puesto al nacer por falta de un mejor refugio, no podemos evitar sospechar que, ante la mirada deslumbrada del devoto sencillo, el establo de Belén desaparece por completo.
 
Expresándolo de modo más suave, esta ostentosa exhibición no encaja muy bien con los sentimientos democráticos y el desprecio verdaderamente divino por las riquezas del “Hijo del Hombre”, quien “no tenía donde recostar su cabeza”. Eso dificulta todavía más al cristiano promedio el considerar la afirmación explícita de que “más fácil es pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios” como algo más que una amenaza retórica. La Iglesia romana actuó con sabiduría al prohibir severamente a sus feligreses leer o interpretar los Evangelios por sí mismos, y al dejar que el libro, mientras fuera posible, proclamase sus verdades en latín, “la voz que clama en el desierto”. Haciendo esto, estaba siguiendo la sabiduría de las edades, la sabiduría de los antiguos arios, que es también “justificada por sus hijos”, pues, así como el hindú moderno no entiende una palabra de sánscrito, ni el parsi moderno una sílaba del Zend, para el católico romano promedio el latín no es más que jeroglíficos. El resultado es que al sumo sacerdote brahmánico, al mobed zoroástrico y al pontífice católico romano se les permiten oportunidades ilimitadas para sacar nuevos dogmas religiosos de las profundidades de su propia imaginación en beneficio de sus respectivas iglesias.
 
Para dar la bienvenida a este gran día, las campanas son tocadas con alegría a medianoche en toda Inglaterra y en el continente. En Francia e Italia, tras la celebración de la misa en iglesias magníficamente decoradas, “es habitual que los participantes tengan acceso a una colación (réveillon) para poder enfrentar mejor el cansancio de la noche”, dice un libro que versa sobre las ceremonias de la Iglesia papal. Esta noche de ayuno cristiano recuerda al Shivaratri de los seguidores del dios Shiva, el gran día de tristeza y ayuno, en el decimoprimer mes del año hindú. Solo que, en este último, la larga vigilia nocturna es precedida y seguida de un ayuno estricto y rígido. No había réveillons ni términos medios para ellos. Cierto es que ellos no son sino “paganos” impíos y, por tanto, su camino a la salvación debe ser diez veces más difícil.
 
Aunque ahora las naciones cristianas lo celebren universalmente como el aniversario del nacimiento de Jesús, el 25 de diciembre no era aceptado como tal originalmente. La Navidad, la más movible de las fiestas cristianas, era, durante los primeros siglos, confundida a menudo con la Epifanía, y celebrada en los meses de abril y mayo. Como nunca hubo ninguna prueba o registro auténticos de su identificación, ni en la historia secular ni en la eclesiástica, la selección de aquel día siguió siendo opcional por mucho tiempo, y fue solo en el siglo IV cuando, instado por Cirilo de Jerusalén, el papa (Julio I) ordenó a los obispos hacer una investigación y finalmente llegar a un acuerdo en cuanto a la fecha presumible del nacimiento de Cristo. Eligieron el 25 de diciembre, elección que, desde entonces, ¡ha demostrado ser muy desafortunada! Fue Dupuis, seguido por Volney, quien lanzó los primeros disparos contra esta fecha. Ellos demostraron que, durante incalculables períodos antes de nuestra era, con base en datos astronómicos muy claros, casi todos los pueblos antiguos habían celebrado los nacimientos de sus dioses solares ese mismo día.
 
“Dupuis muestra que el signo celeste de la VIRGEN Y EL NIÑO existía varios miles de años antes de Cristo”, afirma Higgins en su Anacalypsis. Como Dupuis, Volney y Higgins han pasado a la posteridad como infieles y enemigos del cristianismo, puede que sea correcto citar, a este respecto, las confesiones del obispo cristiano de Ratisbona, “el hombre más erudito que dio la Edad Media”, el dominico Alberto Magno. “El signo de la virgen celeste se alza por encima del horizonte en el momento en el que fijamos el nacimiento del Señor Jesucristo”, dice en “Recherches historiques sur Falaise, par Langevin prêtre”. Del mismo modo, Adonis, Baco, Osiris, Apolo, etc., nacieron todos el 25 de diciembre. La Navidad llega justo al mismo tiempo que el solsticio de invierno, cuando los días son más cortos y hay más oscuridad que nunca en la faz de la tierra. Se creía que todos los dioses solares nacían cada año en esa época, pues, a partir de ese momento, su luz disipa cada día más oscuridad, y el poder del sol empieza a aumentar.
 
Sea como fuere, las festividades navideñas celebradas por los cristianos durante casi quince siglos tenían un carácter particularmente pagano. Es más, casi que ni las ceremonias actuales de la Iglesia pueden escapar del reproche de haber sido copiadas casi literalmente de los misterios de Egipto y Grecia, celebrados en honor a Osiris y Horus, Apolo y Baco. Tanto Isis como Ceres eran llamadas “Vírgenes Santas”, y un BEBÉ DIVINO puede ser encontrado en toda religión “pagana”. Trazaremos ahora dos retratos de la feliz Navidad. Uno representa los “buenos viejos tiempos”; el otro, el presente estado del culto cristiano. Desde los primeros días de su establecimiento como Navidad, el día era visto, al mismo tiempo, como una conmemoración sagrada y una festividad muy alegre: era igualmente dedicado a la devoción y a la diversión descontrolada. “Entre las fiestas de la época navideña estaban las llamadas fiestas de los necios y asnos, las grotescas saturnales, denominadas ‘libertades de diciembre’, en las que toda cosa seria era objeto de burla, el orden social se invertía y las buenas costumbres eran ridiculizadas”, dice un compilador de crónicas antiguas. Durante la Edad Media, se celebraba mediante el espectáculo fantástico y alegre de los misterios dramáticos, efectuado por personajes que llevaban máscaras grotescas y trajes extravagantes.
 
Normalmente, la obra representaba a un niño en una cuna, rodeado por la Virgen María y san José, cabezas de toros, querubines, magos orientales (los mobeds de antaño) y adornos diversos. La costumbre de entonar cánticos en Navidad, llamados villancicos, tenía el fin de rememorar las canciones de los pastores en el pesebre. “A menudo, los obispos y el clero cantaban villancicos junto con el pueblo, y las canciones eran animadas por los bailes y la música de tambores, guitarras, violines y órganos…”. Podemos añadir que, hasta en la época actual, durante los días previos a la Navidad, tales misterios son representados, con marionetas y muñecos, en el sur de Rusia, en Polonia y en Galitzia, y se conocen como Kalidowki. En Italia, trovadores calabreses bajan de sus montañas hasta Nápoles y Roma, y llenan los santuarios de la Virgen María, homenajeándola con su música animada.
 
En Inglaterra, las fiestas solían empezar en la víspera de Navidad y continuar, a menudo, hasta la Candelaria (2 de febrero), y todos los días eran festivos hasta la noche de Reyes (6 de enero). En las casas de los grandes nobles se nombraba a un “señor del desgobierno” o “abad de la sinrazón”, cuyo deber era desempeñar el papel de un bufón. “La despensa se llenaba de pollos, gallinas, pavos, gansos, patos, carne de vacuno, de cordero, de cerdo, pasteles, púdines, nueces, ciruelas, azúcar y miel”. “Un fuego brillante, hecho de leños grandes, el principal de los cuales era denominado ‘leño de Navidad’, que podía arder hasta la víspera de la Candelaria, protegía del frío; y la abundancia era compartida por los arrendatarios del señor en medio de la música, la prestidigitación, acertijos, juegos, flores boca de dragón, chistes, risas, conversaciones ingeniosas y bailes”.
 
En nuestros tiempos modernos, los obispos y el clero ya no se unen al pueblo para cantar villancicos y bailar, y las fiestas de “los necios y asnos” son celebradas más en la sagrada privacidad que bajo la mirada de peligrosos observadores atentos. Sin embargo, las fiestas relacionadas con la comida y la bebida son preservadas en todo el mundo cristiano y, sin duda, más muertes repentinas son causadas por la glotonería y la intemperancia durante los días festivos de Navidad y Pascua que en ningún otro momento del año. Pero, cada año, el culto cristiano se vuelve cada vez más un falso pretexto. La falta de corazón en tales fingimientos ha sido denunciada innumerables veces, pero pensamos que nunca con un toque de realismo más emotivo que en un encantador cuento de ficción que apareció en el New York Herald cerca de la Navidad pasada. Un anciano que preside una reunión pública dice que aprovechará la oportunidad para narrar una visión que había tenido la noche anterior. “Pensó que estaba de pie en el púlpito de las catedral más hermosa y magnífica que jamás había visto. Delante de él estaba el sacerdote o pastor de la iglesia, y junto a él había un ángel con una tablilla y un lápiz en la mano, cuya misión era registrar todo acto de adoración o rezo que ocurriera en su presencia y ascendiera como una ofrenda aceptable hasta el trono de Dios. Cada asiento fue ocupado por adoradores ricamente ataviados de ambos sexos. La música más sublime que su oído extasiado jamás escuchara llenó el aire con su melodía. Todos los bellos servicios eclesiásticos ritualistas, incluido un sermón excepcionalmente elocuente del talentoso pastor, habían ocurrido uno tras otro y, aun así, ¡el ángel no escribió nada en su tablilla! Al final, el pastor disolvió la congregación con una oración larga y hermosa, seguida de una bendición y, sin embargo, ¡el ángel no hizo gesto alguno!”.
 
“Observado aún por el ángel, el orador salió por la puerta de la iglesia, que estaba detrás de la congregación ricamente ataviada. Una mujer pobre, andrajosa y marginada estaba de pie en el desaguadero situado al lado de la calzada, con su mano pálida y famélica extendida, pidiendo limosna en silencio. Cuando los adoradores ricamente ataviados de la iglesia pasaban por allí, se alejaban de la pobre magdalena. Las damas echaban a un lado sus vestidos de seda adornados con joyas para que ella no los ensuciase al tocarlos”.
 
“Justo entonces, un marinero borracho venía tambaleándose por el otro lado de la calzada. Cuando llegó a la altura de la pobre chica desamparada, cruzó la calle tambaleándose hasta donde ella se hallaba y, sacando algunos centavos de su bolsillo, los puso en su mano, rogándole: ‘¡Eh, pobre miserable desamparada, toma esto!’. Entonces, un resplandor celestial iluminó la cara del ángel, quien inmediatamente registró el acto de simpatía y caridad del marinero en su tablilla, y se marchó considerándolo un sincero sacrificio a Dios”.
 
Alguien podrá decir que esta es una materialización de la historia bíblica del juicio contra la mujer que cometió adulterio. Es posible, pero, aun así, el cuento retrata magistralmente el estado de nuestra sociedad cristiana.
 
Según la tradición, en la víspera de Navidad, los bueyes se encuentran siempre de rodillas, como si estuvieran rezando, y “había un famoso espino en el patio de la iglesia de Glastonbury Abbey que siempre brotaba el día 24 y florecía el 25 de diciembre”. Considerando que el día fue elegido al azar por los Padres de la Iglesia, y que el calendario ha sido modificado del estilo antiguo al nuevo, ¡este hecho muestra una notable perspicacia por parte tanto de los bueyes como de la planta! Hay también una tradición eclesiástica que nos ha sido transmitida por Olaus, arzobispo de Upsala, que dice que, durante la celebración de la Navidad, “los hombres que viven en las frías regiones del norte se transforman, repentina y extrañamente, en lobos, y una gran multitud de ellos se reúnen en un lugar acordado y rugen tan ferozmente contra la humanidad que esta sufre más a causa de sus ataques que a causa de los lobos naturales”. Visto metafóricamente, esto parece ser ahora más cierto que nunca en el caso de los hombres y, particularmente, en el caso de las naciones cristianas. No parece necesario tener que esperar hasta la víspera de Navidad para ver naciones enteras transformadas en “bestias salvajes”, especialmente en tiempos de guerra.
 
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Inicialmente publicado en inglés en “The Theosophist” de diciembre de 1879, el artículo “La Navidad de Antaño y la Navidad de Hoy” fue traducido por Alex Rambla Beltrán. La publicación en español ocurrió el 11 de diciembre de 2023. Texto original: “Christmas Then and Christmas Now”.
 
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