Una Esfera Cuyo Centro Está en Todas Partes
y Cuya Circunferencia no Está en Parte Alguna
Jorge Luis Borges
Jorge Luis Borges (1899-1986)
Nota Editorial de 2020:
En su obra clásica “La Doctrina Secreta”, Helena Blavatsky escribió:
“… La forma primordial de todo lo manifestado, desde un átomo hasta un globo, desde un hombre hasta un ángel, es esferoidal. En todas las naciones, la esfera ha sido el emblema de la eternidad y de la infinitud, una serpiente que se traga su propia cola. Para comprender el significado, sin embargo, la esfera debe ser considerada como vista desde su centro. El campo de visión o de pensamiento es como una esfera cuyos radios proceden del yo de uno y salen en todas direcciones, abriendo visiones ilimitadas a nuestro alrededor. Se trata del círculo simbólico de Pascal y de los cabalistas, ‘cuyo centro está en todas partes y cuya circunferencia no está en ninguna’ (…)”. (“The Secret Doctrine”, Helena P. Blavatsky, volumen I, p. 65).
La pensadora rusa también dijo:
“… La definición de la Deidad por medio del círculo no es de Pascal, según pensó E. Levi. El filósofo francés la tomó prestada, o bien de Mercurio Trimegisto, o bien de la obra latina De Docta Ignorantia, del cardenal de Cusa, donde este hace uso de ella. Además, fue desfigurada por Pascal, quien reemplazó las palabras ‘Círculo Cósmico’, que aparecen simbólicamente en la inscripción original, por la palabra Theos. Para los antiguos, ambas palabras eran sinónimas”. (“The Secret Doctrine”, volumen II, p. 545).
En el siguiente texto, Jorge Luis Borges comparte el mismo punto de vista de H. P. Blavatsky.
Él practica la contemplación de las verdades universales mientras examina los aspectos filosóficos de la historia humana. Escribiendo para el gran público con un alto grado de erudición bibliográfica, Borges oculta su filosofía esotérica bajo el humor y la ironía.
El subtítulo lo hemos añadido nosotros.
(Carlos Cardoso Aveline)
La Esfera de Pascal
Jorge Luis Borges
Quizá la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas. Bosquejar un capítulo de esa historia es el fin de esta nota.
Seis siglos antes de la era cristiana, el rapsoda Jenófanes de Colofón, harto de los versos homéricos que recitaba de ciudad en ciudad, fustigó a los poetas que atribuyeron rasgos antropomórficos a los dioses y propuso a los griegos un solo Dios, que era una esfera eterna. En el Timeo, de Platón, se lee que la esfera es la figura más perfecta y más uniforme, porque todos los puntos de la superficie equidistan del centro; Olof Gigon (Ursprung der griechischen Philosophie, 183) entiende que Jenófanes habló analógicamente; el Dios era esferoide, porque esa forma es la mejor, o la menos mala, para representar la divinidad. Parménides, cuarenta años después, repitió la imagen (“el Ser es semejante a la masa de una esfera bien redondeada, cuya fuerza es constante desde el centro en cualquier dirección”); Calogero y Mondolfo razonan que intuyó una esfera infinita, o infinitamente creciente, y que las palabras que acabo de transcribir tienen un sentido dinámico (Albertelli: Gli Eleati, 148). Parménides enseñó en Italia; a pocos años de su muerte, el siciliano Empédocles de Agrigento urdió una laboriosa cosmogonía; hay una etapa en que las partículas de tierra, de agua, de aire y de fuego, integran una esfera sin fin, “el Sphairos redondo, que exulta en su soledad circular”.
La historia universal continuó su curso, los dioses demasiado humanos que Jenófanes atacó fueron rebajados a ficciones poéticas o a demonios, pero se dijo que uno, Hermes Trismegisto, había dictado un número variable de libros (42, según Clemente de Alejandría; 20.000, según Jámblico; 36.525, según los sacerdotes de Thoth, que también es Hermes), en cuyas páginas estaban escritas todas las cosas. Fragmentos de esa biblioteca ilusoria, compilados o fraguados desde el siglo III, forman lo que se llama el Corpus Hermeticum; en alguno de ellos, o en el Asclepio, que también se atribuyó a Trismegisto, el teólogo francés Alain de Lille – Alanus de Insulis – descubrió a fines del siglo XII esta fórmula, que las edades venideras no olvidarían: “Dios es una esfera inteligible, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna”. Los presocráticos hablaron de una esfera sin fin; Albertelli (como antes, Aristóteles) piensa que hablar así es cometer una contradictio in adjecto, porque sujeto y predicado se anulan; ello bien puede ser verdad, pero la fórmula de los libros herméticos nos deja, casi, intuir esa esfera. En el siglo XIII, la imagen reapareció en el simbólico Roman de la Rose, que la da como de Platón, y en la enciclopedia Speculum Triplex; en el XVI, el último capítulo del último libro de Pantagruel se refirió a “esa esfera intelectual, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna, que llamamos Dios”. Para la mente medieval, el sentido era claro: Dios está en cada una de sus criaturas, pero ninguna Lo limita. “El cielo, el cielo de los cielos, no te contiene”, dijo Salomón (I Reyes, 8, 27); la metáfora geométrica de la esfera hubo de parecer una glosa de esas palabras.
El poema de Dante ha preservado la astronomía ptolemaica, que durante mil cuatrocientos años rigió la imaginación de los hombres. La tierra ocupa el centro del universo. Es una esfera inmóvil; en torno giran nueve esferas concéntricas. Las siete primeras son los cielos planetarios (cielos de la Luna, de Mercurio, de Venus, del Sol, de Marte, de Júpiter, de Saturno); la octava, el cielo de las estrellas fijas; la novena, el cielo cristalino llamado también Primer Móvil. A éste lo rodea el Empíreo, que está hecho de luz. Todo este laborioso aparato de esferas huecas, trasparentes y giratorias (algún sistema requería cincuenta y cinco), había llegado a ser una necesidad mental; De hipothesibus motuum coelestium commentariolus es el tímido título que Copérnico, negador de Aristóteles, puso al manuscrito que trasformó nuestra visión del cosmos. Para un hombre, para Giordano Bruno, la rotura de las bóvedas estelares fue una liberación. Proclamó, en la Cena de las cenizas, que el mundo es el efecto infinito de una causa infinita y que la divinidad está cerca, “pues está dentro de nosotros más aun de lo que nosotros mismos estamos dentro de nosotros”. Buscó palabras para declarar a los hombres el espacio copernicano y en una página famosa estampó: “Podemos afirmar con certidumbre que el universo es todo centro, o que el centro del universo está en todas partes y la circunferencia en ninguna” (De la causa, principio de uno, V).
Esto se escribió con exultación, en 1584, todavía en la luz del Renacimiento; setenta años después, no quedaba un reflejo de ese fervor y los hombres se sintieron perdidos en el tiempo y en el espacio. En el tiempo, porque si el futuro y el pasado son infinitos, no habrá realmente un cuándo; en el espacio, porque si todo ser equidista de lo infinito y de lo infinitesimal, tampoco habrá un dónde. Nadie está en algún día, en algún lugar; nadie sabe el tamaño de su cara. En el Renacimiento, la humanidad creyó haber alcanzado la edad viril, y así lo declaró por boca de Bruno, de Campanilla y de Bacon. En el siglo XVI la acobardó una sensación de vejez; para justificarse, exhumó la creencia de una lenta y fatal degeneración de todas las criaturas, por obra del pecado de Adán. (En el quinto capítulo del Génesis consta que “todos los días de Matusalén fueron novecientos setenta y nueve años”; en el sexto, que “había gigantes en la tierra en aquellos días”). El primer aniversario de la elegía Anatomy of the World, de John Donne, lamentó la vida brevísima y la estatura mínima de los hombres contemporáneos, que son como las hadas y los pigmeos; Milton, según la biografía de Johnson, temió que ya fuera imposible en la tierra el género épico; Glanvíll juzgó que Adán, “medalla de Dios”, gozó de una visión telescópica y microscópica; Robert South famosamente escribió: “Un Aristóteles no fue sino los escombros de Adán, y Atenas, los rudimentos del Paraíso”. En aquel siglo desanimado, el espacio absoluto que inspiró los hexámetros de Lucrecio, el espacio absoluto que había sido una liberación para Bruno, fue un laberinto y un abismo para Pascal. Éste aborrecía el universo y hubiera querido adorar a Dios, pero Dios, para él, era menos real que el aborrecido universo. Deploró que no hablara el firmamento, comparó nuestra vida con la de náufragos en una isla desierta. Sintió el peso incesante del mundo físico, sintió vértigo, miedo y soledad, y los puso en otras palabras: “La naturaleza es una esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna”. Así publica Brunschvicg el texto, pero la edición crítica de Tourneur (París, 1941), que reproduce las tachaduras y vacilaciones del manuscrito, revela que Pascal empezó a escribir effroyable: “Una esfera espantosa, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna”.
Quizá la historia universal es la historia de la diversa entonación de algunas metáforas.
Buenos Aires, 1951.
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El texto “La Esfera de Pascal” ha sido reproducido de la obra “Borges: Obras Completas, 1923-1972”, Emecé Editores, Buenos Aires, 1984, volumen uno, 1145 páginas, pp. 636-638. Su publicación en los sitios web asociados ocurrió el 27 de agosto de 2020. La traducción de la nota editorial de 2020, hecha desde el inglés, es de Alex Rambla Beltrán y está publicada originalmente en “Pascal’s Sphere”.